El 11 de Marzo de 2004 España sufrió el peor atentado islamista registrado en Europa, que ayudó a excitar el sectarismo y creó un clima de permanente sospecha.
A las 7 y media de la mañana, en hora punta, se produjeron diez explosiones casi simultáneas en cuatro trenes de Madrid. Más tarde, y tras un intento de desactivación, la policía detonó de forma controlada dos artefactos que no habían estallado. Tras ello desactivaron un tercero que permitiría, debido a su contenido, iniciar las primeras pesquisas que conducirían a la identificación de los autores.
Diversas son las secuelas del 11-M en la vida política de España. La sacralización de la sospecha. El miedo cerval de los dirigentes a los imprevistos. El uso desinhibido de la mentira y la irritación social ante el uso político de la mentira. Una recurrente tendencia a considerar ilegítimo al Gobierno, especialmente cuando manda la izquierda.
La transformación del PSOE en un partido accidentalista que accede al poder en circunstancias muy criticas. La germinación de una influyente extrema derecha mediática con la complacencia de medios de comunicación vinculados a la Iglesia católica.
La constante desautorización de los líderes de la derecha que tienden a la moderación. La instalación definitiva de las técnicas norteamericanas de polarización política en una sociedad que mayoritariamente aspiraría a un clima de tranquilidad. El progresivo enconamiento de la cuestión de Catalunya, y por último, aunque no lo último, el reinado de la telefonía móvil en el debate público y en las estrategias de agitación.